Mahtrih. Mastrich. Mastrik...
"¿Qué hago en un un ciudad cuyo nombre ni siquiera soy capaz de pronunciar?"
Sólo me hizo falta salir del aeropuerto y mirar hacia arriba para saber que me había equivocado de sitio. Un 29 de agosto, el cielo de Maastricht se reía de mí con su color indefinido y sus nubes grises.
36 euros de taxi más tarde, mis maletas y yo llegamos a un edificio poco hospitalario. Y una vez dentro, la por todos conocida amabilidad holandesa brilló por su ausencia. Definitivamente, Maastricht está demasiado cerca de Alemania.
Con mi llave al fin en la mano, traté de recordar las instrucciones de la amable recepcionista para no tener que volver a preguntarle. Supe que me había equivocado de camino cuando empecé a leer "Osteopathie" y "Podologie" en los carteles que iba dejando atrás.
Sin embargo, cuando al fin encontré el ascensor que me llevaría a la segunda planta, no pude dejar de fijarme en el cartel que se encontraba justo al lado. "Cardiopathie". Ya no cabía duda. Y yo pensaba que este sitio no era hospitalario. ¿Qué puede haber más hospitalario que un hospital? (Esta cuestión, además de dar un poco de yuyu, resulta bastante irónica dada mi naturaleza hipocondríaca).
Respirando hondo, entré en mi habitación. Y sí, casi podían verse las marcas de los goteros en la moqueta a los lados de la cama. Por no mencionar el botón, quiero pensar que inactivo, para llamar a la enfermera, con un explicativo dibujo de algo parecido a una monja.
Recién llegada, con sábanas blancas de hospital en la que sería mi cama, no pude evitar preguntarme: "¿quién habrá dormido aquí antes que yo?".
Decidí dejar las cavilaciones para más tarde y salir a comprar provisiones para pasar el día.
¡Sorpresa! Era domingo, y el único lugar para comprar comida era un pequeño supermercado en la estación de tren. Como no tenía otra opción, y en cualquier caso, no me vendría mal coger un poco de aire antes de encerrarme durante el resto del día en la habitación, le pagué 3,10€ al autobusero y recé para que me llevara a donde quería ir.
¡Sorpresa! Era domingo, y el único lugar para comprar comida era un pequeño supermercado en la estación de tren. Como no tenía otra opción, y en cualquier caso, no me vendría mal coger un poco de aire antes de encerrarme durante el resto del día en la habitación, le pagué 3,10€ al autobusero y recé para que me llevara a donde quería ir.
De lo que compré en el supermercado de la estación no probé nada en todo el día, pues el estómago se me había cerrado al bajar del avión y aún tardaría en volver a abrirse.
El resto del día lo pasé, como había previsto, en la habitación. Deshice las maletas, tomándome mi tiempo, y me tumbé en la cama con el ordenador, agradecida por contar al menos con la compañía de Tuenti.
Había comenzado mi Erasmus en Maastricht. Afortunadamente, luego mejora.
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