Citando a Sabina, los días pasan como hojas de libros sin leer.
No me puedo creer que ya haya pasado una semana desde que llegué de nuevo, y que sólo queden tres más para irme definitivamente (salvo alguna escapada planeada que, espero, llegue a realizarse).
Y pensar en lo desesperada que estuve por salir de aquí antes de Navidad... Creo que Laura y yo no olvidaremos nunca ese 15 de diciembre, a las 8 de la mañana, deseando volver a casa y esperando a un taxi (ilegal, todo sea dicho) que no llegaba nunca. Y que, de hecho, nunca llegó.
Después de 45 minutes esperando inmóviles frente a la rotonda, con copos de nieve cada vez más grande redefiniendo el color de nuestros abrigos, el taxi (legal) que habíamos llamado como segunda opción apareció por fin. Laura, con las lágrimas de desesperación todavía bajándole por las mejillas, le colgó el móvil al otro taxi, que llamaba una vez que nosotras estábamos ya, gracias a Dios, de camino al aeropuerto. Que vale que fuera ilegal, pero hay unos límites.
El taxista legal se apiadó de nosotras cuando Laura, aún entre sollozos, le suplicó que fuera "as fast as you can", y al final llegamos con tiempo de sobra para comprar algo de comer antes de subir al avión.
La sensación de alivio (paradójica cuando uno vuela con Ryanair) al vernos por fin colocadas en los asientos bien mereció los más de 30 euros que nos costó llegar; y hasta 50 si hubiera hecho falta.
E incluso con la gotera del aire acondicionado, situada justo encima del brazo de Laura (y que para ser sincera, al principio me inquietó un poco), al final conseguimos llegar a casa por Navidad.
Y aunque al final todo salió bien, parece que el aeropuerto de Maastricht y yo no nos llevamos demasiado bien, y mi pobre hermana estuvo también a punto de pagar las consecuencias. Pero eso ya lo contaré otro día.